Publicado por: Claudio Nuñez | lunes 3 de septiembre de 2018 | Publicado a las: 21:47
Es irremediable que septiembre despierte sentimientos encontrados. Algunos dicen que pasarán al menos dos generaciones para que la tensión provocada por la crisis de septiembre de 1973 no divida a los chilenos entre buenos y malos ni entre adversarios de una misma Historia. No sé.
Por: Rodrigo Reyes Sangermani*
Aún permanecen las diferencias entre franquistas y republicanos, entre confederados y unionistas, qué decir con grupos neonazis, que aunque distintos de aquellos que siguieron a Hitler, todavía reivindican su negacionismo y el odio a los inmigrantes, cuestión que también sucede en EE.UU. pese a que las leyes separatistas se eliminaron en los años 60.
¿Qué hay en el fondo de esta tensión que divide a la población? Desde mi perspectiva, la natural disputa de la conservación de la tradición al temor que provoca el progreso. Por un lado los sectores más conservadores que con pánico advierten la degradación del presente y por otro aquellos que creen en la necesidad natural del progresismo humanista.
No por nada, algunos se atrincheran en sus historias y tradiciones, salvaguardando los últimos estertores de su posición de bienestar y otros irrumpen no a veces con la gentileza de un señor pretendiendo cambiar lo que es menester.
Septiembre, cuya categoría de mes patrial no lo dilucidó el pueblo, resume por lo tanto toda esa carga de divergencias surgidas en nuestra propia Historia, entre aquellos que pretendían mantener sus privilegios versus aquellos otros alejados de la capital – acaso también de la riqueza – que añoraban participación, igualdad y derechos.
El eje ético y político por la repetición de vectores valóricos paralelos y excluyentes definieron desde temprano a realistas y patriotas, monarquistas y republicanos, o’higginistas y carreristas, portalianos y freiristas, conservadores y liberales, católicos y reformistas, congresistas y gobiernistas, allendistas o pinochetistas, mantienen hasta el día de hoy a familias enteras divididas entre la comodidad de lo conocido al temor por el cambio, a la ciudadanía toda, al país enfrascado en tratar de amalgamar las ideas que plantean explicar los abusos a los DDHH en la Dictadura con la comprensión del contexto social y político anterior al quiebre democrático.
Como si la simetría moral del crimen requiriera efectivamente la necesidad de entender el entorno ambiental de una época. Si fuera así, no podríamos condenar a un delincuente común sin tener que previamente explicar el entorno de pobreza, miseria y abandono que sufrió en su infancia. Sería extensísima la redacción de los fallos judiciales penales, si en cada condena tuviéramos que explicar esa situación, como si esa sola situación determinara el acto criminal de un individuo.
Desconociendo de paso, a muchos otros, la inmensa mayoría de ciudadanos, que sometidos al mismo contexto de pobreza y miseria pudieron salir adelante como personas de bien con regla de la norma ética como bandera de su conciencia ilustrada.
Es cierto, el Golpe de Estado propiamente tal se explica en el marco de la Guerra Fría y el distanciamiento, y creciente violencia social, producidos en Chile tras la confrontación de modelos sociales excluyentes, no mayoritarios, acicateados por las ideologías hegemónicas internacionales.
Aún más, dadas las condiciones contextuales, incluso uno podría conceder la inevitabilidad del Golpe como destino fatal de una sociedad en crisis (la de Chile como la Latinoamericana), pero de ahí a meter en el mismo saco los crímenes cometidos por el Estado (con recursos del Estado, es decir con los impuestos de los chilenos, entre ellos los impuestos de las propias víctimas) sería no sólo inadmisible sino inmoral.
Por eso, y tanto les cuesta entender a algunos, que un atentado a los DDHH cometido por un agente del Estado (un guardia, un funcionario público, un soldado o policía) tiene el más grave reconocimiento jurídico, ya que el Estado, dada su propia condición positiva, es la instancia colectiva organizada, racional y jurídica creada precisamente para defender a los ciudadanos, dar soluciones en derecho y actuar dentro de la legislación democrática.
Un acto terrorista ejecutado por un civil cualquiera sin más ayuda que la de su propio esfuerzo, o a lo más de sus cómplices, no es igual que un acto de terror producido por un agente del Estado, por mucho que la víctima sea un criminal, que siendo el caso, requiere de un proceso justo y en derecho más no el apremio ilegítimo, la violencia, la tortura, el crimen y la desaparición.
Tras el Golpe no fue Chile el primer ni único estado que violó los DDHH, lo han hecho las dictaduras de la Guerra Fría y los gobiernos autoritarios de aquí y acullá, nacionalistas de derecha y de izquierda, incluso democracias avanzadas como algunas europeas en India o Vietnam, Sudáfrica y Guantánamo, Argelia o Armenia con el beneplácito muchas veces, o la vista gruesa y distante de organismos internacionales. Nada de eso es moneda de cambio por lo ocurrido en Chile, que nos debiera importar y tanto o más que lo que ha ocurrido en otros lados. Sea en Varsovia, Corea, Auschwitz o Tianamen.
Una instancia que nos recuerde y refresque permanentemente ese Nunca Más es necesario en toda sociedad desarrollada que quiere erigirse digna por sobre su pasado y diferencias.
La condena a los graves atropellos de los Derechos Humanos acaecidos en Chile por parte de los agentes del Estado debiera ser un requisito esencial de nuestro reencuentro democrático a días de comenzar un nuevo septiembre que nos recuerda nuestra fiesta identitaria, pero también, desde hace 45 años, la más flagrante confrontación nacional, la que, desgraciadamente, algunos siguen minimizando, explicando, condicionando, justificado, comprendiendo, que los crímenes de la dictadura se cometieron por los errores de las clase política, un eventual desafortunado gobierno de la Unidad Popular o la verborrea revolucionaria de la izquierda más radical.
Y que sería bueno que ese contexto no se repita para que efectivamente las FF.AA. y muchos civiles no vuelvan a cometer los abusos que se cometieron, pero que al final, al decir de los mismos, hubo valido la pena dado que el país se encumbró al desarrollo. Falacias van y falacias vienen, ni el horror del Holocausto lo explica un contexto, ni los torturados ni desaparecidos los define un mal gobierno.
Estudiemos las causas de las crisis, expliquemos la irrupción del nazismo en la Alemania de Weimar, la crisis del 11 de septiembre, por la Guerra Fría y los errores propios y ajenos pero no el crimen como política constante de un Estado empoderado en su propia lógica de terror. Uno podría entender el surgimiento del Estado Islámico, pero no así el terrorismo dantesco de su milicia para con los “infieles”.
Los museos de la memoria no son museos de historia que deban contar la consecución de hechos que causaron una u otra crisis, son testimonios de paz que ponen en relieve la necesidad que la sociedad toda, en su conjunto, reconozca con la misma fuerza de un grito desagarrado, que ninguna circunstancia pueda explicar o ayudar a comprender que un estado con sus agentes asalariados atenten contra la democracia, la ley y la dignidad humana, para los cuales está definido.
Ya discutiremos los alcances de nuestras tensiones patrias, la permanente tensión entre propiedad y democracia, que ha sido el vector que ha regulado nuestra convivencia política, económico a social desde los inicios de la República, ya veremos cómo romper el eje de la oligarquía y el pueblo, o entre empresarios y trabajadores, entre progresistas y conservadores en la mediad que nos pongamos de acuerdo en cuestiones básicas de nuestra convivencia.
Recién ahí podremos estudiar desprejuiciadamente la Historia, nuestra Historia, encontrarnos con el prójimo en las diferencias comunes, poder pedir perdón por los errores, reconocer culpas e invitar al otro a construir una nueva patria, esa que nos guste o no, surgió de Chacabuco o Maipú, de los versos del Canto General, del sufrimiento de nuestros soldados en la pampa, de las décimas de Violeta Parra, de la música de Becerra, del triunfo de la democracia con don Pedro el 38, el NO del 88, pero que requiere hoy de las ideas de las nuevas generaciones, inclusivas, tolerantes, igualitarias, democráticas, laicas y republicanas.
Buena caza.
*Rodrigo Reyes Sangermani es Licenciado en Comunicación Social y Periodista. Realizó un Magíster en Comunicaciones en la P. U. Católica de Valparaíso donde fue profesor.