Publicado por: Claudio Nuñez | martes 19 de septiembre de 2023 | Publicado a las: 14:52
Por Francisco Huenchumilla, Senador DC
A 50 años del golpe de 1973, este trágico acontecimiento de nuestra historia sigue dividiendo al país. No hemos podido encontrar la serenidad necesaria para tener una explicación compartida.
Probablemente no la tengamos nunca, a menos que el transcurso del tiempo devenga en nuevas generaciones, sin las heridas del pasado. Hubiese esperado un mínimo común, pero nada de eso se vislumbra. Nos quedamos paralizados y sin capacidad de reacción; al contrario de los uruguayos, con sus presidentes, que han depuesto viejas cuentas y hoy están unidos por un destino común.
El golpe ocurrió en un escenario político distinto al que vivimos en el siglo XXI. El mundo estaba dividido entre dos polos, dirigidos cada uno por un imperio, y disputándose una hegemonía mundial. Pero esta historia partió hace unos 300 años atrás, cuando comenzó la modernidad con la Revolución Industrial, y la sociedad se organizó en torno al capitalismo y la democracia liberal representativa.
Desde entonces hubo una sola manera de organizar la sociedad humana, que campeó sin competencia concreta; hasta el siglo XX, en que la Revolución Rusa de octubre de 1917, clavó en la historia la consigna de que había una manera distinta de organizar la sociedad. Desde entonces el mundo se polarizó, en torno a estos dos modelos diametralmente diferentes de organizar la economía y la política.
Esta polarización se acentuó, y se consolidó, después de la Segunda Guerra Mundial, donde surgieron como potencias nucleares Estados Unidos y la Unión Soviética. La competencia por uno de estos dos modelos se tomó la discusión política en el mundo, y cada uno fue alineándose conforme a las distintas ideologías y tendencias. Cada una de estas potencias, con sus zonas de influencia, en una carrera por el dominio del mundo.
Chile, no obstante su lejanía del centro, no fue ajeno a esta polarización.
Así fue como en la década del 30 nació la Falange Nacional –antecesora de la Democracia Cristiana, probablemente el partido político más importante del siglo 20– con el discurso de superar el capitalismo y el socialismo y situándose por encima, como una tercera vía. Este proceso culminó con la abierta competencia, en la década del sesenta, entre la Revolución en Libertad y el socialismo que planteaba la Unidad Popular. Todos conocemos el desenlace que tuvieron ambos experimentos.
Está claro –aunque no sé si todos han logrado comprenderlo– que ninguna de las potencias hegemónicas iba permitir que surgieran, en sus respectivas zonas de influencia, experimentos que tuvieran como como objetivo el cambio del modelo. No lo permitió la Unión Soviética, cuando invadió Hungría y Checoslovaquia; y no lo permitió Estados Unidos, con sus numerosas intervenciones en América Central y en otras partes del mundo, y de manera especial en la Crisis de los Misiles en Cuba –junto a toda su política con este país–.
¿Podría pensarse que Estados Unidos iba a permanecer indiferente, o neutral, frente al cambio de modelo planteado por la Unidad Popular, cuando tres de sus principales partidos –el PC, el PS y el MAPU– se declaraban marxistas leninistas? Estos partidos eran tributarios, en efecto, de la doctrina que inspiraba a la Unión Soviética, su competidor por la hegemonía mundial, y el paradigma de esa forma alternativa de organizar la sociedad.
Por supuesto que Estados Unidos, conforme a sus propios objetivos de defensa de sus intereses estratégicos en el mundo, desde el día uno –y con la complicidad de distintos sectores al interior de la sociedad chilena– empezó a mover las piezas del tablero de ajedrez para impedir el acceso al poder de Salvador Allende. Y después, a desestabilizar su gobierno y contribuir con su estrepitosa caída.
Pero a fines de la década de los 80 desapareció la Unión Soviética, y con ella, el modelo alternativo que desafió al capitalismo y a la democracia liberal. Fukuyama declaró el fin de la historia. Estaba equivocado. La historia sigue su curso.
Mientras tanto, en el Chile de hoy, la centroizquierda parece no encontrar su destino, debatiéndose en luchas intestinas por el simple control del poder gubernamental, y sin encontrar un horizonte estratégico. No quiere aceptar que hemos entrado a otro escenario mundial, donde el capitalismo campea triunfante. No lo digo yo, sino Zizek, el principal teórico actual del marxismo.
Ello no significa, sin embargo, la aceptación del capitalismo como una organización individualista, abusiva, clasista y racista; los sueños de una sociedad justa siguen vigentes, si bien ya no hay modelo. Hoy, simplemente, todos somos socialdemócratas. Esto debería ser un potente incentivo para la unidad, pero el control del poder parece ser más fuerte.
En el horizonte se asoma un nuevo mundo, con otros modelos; y donde seguramente, cuando se cumplan 100 años de aquel golpe que fracturó a la sociedad chilena, nuestros nietos harán un esfuerzo para emular a nuestros amigos los uruguayos.
Mientras tanto, China avanza con un capitalismo de Estado y un centralismo político, que auguran un nuevo modelo para disputar la hegemonía mundial. La Inteligencia Artificial, por su parte, cambiará todos los paradigmas.
Pero en este rincón del mundo, la ultraderecha se apresta a obtener una victoria pírrica, reviviendo una sociedad conservadora y clasista.
¿Será capaz la centroizquierda de estar a la altura de estos desafíos, dejando atrás las peleas cortas? ¿Será capaz de levantar una alternativa que, de acuerdo con el avance del mundo, le haga sentido a las chilenas y chilenos para construir los viejos y permanentes sueños de una sociedad más justa?